lunes, 7 de diciembre de 2009

La biblioteca de Baskerville (I)

El implacable sol de agosto caía con toda su fuerza sobre las polvorientas calles de Baskerville, que –al menos durante las soporíferas horas de la siesta-, no revelaban ningún indicio aparente de vida. Únicamente las cigarras, frenéticas carracas que enfatizaban aún más la sensación de calor con su insistente zumbido (creciente a ratos en intensidad y ritmo, enardeciendo así a otros tantos insectos de árboles contiguos), parecían ser los únicos seres a los que el calor no extenuaba. Los habitantes de Baskerville podían adivinarse tumbados casi desnudos sobre las camas, en el interior de sus casas de adobe, todas encaladas; las ventanas, abiertas y guarnecidas con gruesas cortinas; las chirriantes aspas de los vetustos y quejumbrosos ventiladores, girando dificultosamente en torno a un reseco y quizá algo oxidado eje.
Pasado el cementerio, la primera casa que se encontraba a la entrada del pueblo, a mano izquierda del camino terroso, y la única que tenía tejado a dos aguas (las demás presentaban techumbre plana, al estilo árabe), era la de Mario Sócrates. Esta distinción le permitía contar con una estrecha buhardilla en el piso superior donde, aprovechando la mayor ventilación, Mario Sócrates pasaba las noches tumbado de espaldas en el suelo, sobre una vieja estera. Sin embargo, durante las calurosas horas de la tarde, el tremendo calor que despedía el tejado convertía aquel cuartillo en una caldera, y Mario Sócrates no tenía más remedio que quedarse abajo en su dormitorio. Echado en cueros sobre la cama, con un libro en las manos, se entregaba a la lectura hasta la hora en la que el sol, ruborizado por su incipiente debilidad, era obligado a desalojar la cúpula celeste y se perdía, terriblemente avergonzado, tras el horizonte.
Mario Sócrates había adquirido el hábito de la lectura se diría que muy prematuramente, en su más corta infancia. Alguna vez, cuando vino al caso, en las reuniones de amigos, había declarado con orgullo que apenas con cuatro años ya sabía leer con soltura, por lo que de niño nunca sintió el deseo de que le contaran cuentos, sino que prefirió leerlos por sí mismo. Citaba, entre sus primeras lecturas, cierta colección de fábulas que un tío suyo le regaló a sus padres, con motivo de su nacimiento.
Arrastrado por estos pensamientos, Mario Sócrates acomodó el viejo libro sobre su vientre y relajó instintivamente los ojos en el blanco yeso del techo, como si buscara una tersa pantalla en la que proyectar sus recuerdos. Retrocedió cuarenta años y recordó la primera vez que su padre lo llevó a la biblioteca de la capital: centenares de cabecitas, distribuidas en hileras paralelas, ligeramente inclinadas sobre los pupitres, algunas apuntaladas por los brazos en obvia posición de estudio, se alineaban con miliciana rectitud. Mario se quedó maravillado ante la solemnidad de aquella catedral de la cultura, viendo la devoción con que los fieles comulgaban con el saber, el cual se hallaba contenido, como un misterio sacro, en aquellas cuartillas cosidas y encuadernadas. Ese día Mario se ejercitó en todos los mecanismos del funcionamiento de una biblioteca: aprendió a consultar los ficheros, a interpretar las signaturas, o a rellenar las fichas de préstamo. El padre, contemplando el entusiasmo de su vástago, quiso terminar de abrumarlo.
- He hablado con la directora de aquí –dijo el padre- y me ha dicho que quiere conocerte, Marito-. Mario sintió un ligero sofoco en el rostro mientras sus trémulos ojillos trataban de indagar en la contenida sonrisa de su progenitor. –Dijo que esta mañana, si tu querías, te enseñaría muchas cosas de la biblioteca. ¿Vamos a visitarla?- inquirió el padre.
El chico se estremeció de pura emoción y, asintiendo con la cabeza, aprobó la propuesta. Después de atravesar un largo corredor, llegaron ante una regia puerta de caoba con una placa dorada en la que se leía: “Doña Minerva Galindo Escobar. Directora”. Llamaron a la puerta y una cálida voz sonó, algo velada por el grueso portón, desde el interior.
- Adelante, pase.
- ¿Da su permiso, doña Minerva? –solicitó el padre de Mario abriendo la puerta, con el sombrero en la mano.
- ¡Don Alejandro! Pero, ¿a quién me trae usted por aquí? –celebraba doña Minerva la presencia de Mario, con amorosos agasajos- Hola, guapo. ¡Qué ojazos que tienes! ¡Ay! Si está para comérselo... –decía con improvisadas e inquietantes modulaciones de la voz- ¿Cómo te llamas, precioso?
Mario, mirándose los zapatos, pronunció su nombre con un hilillo de voz gutural apenas inteligible y sin despegar los labios.
- Se llama Mario –tradujo don Alejandro.
- ¿Es que tienes vergüenza, pillín? ¿eh? Ya eres mayor para eso, ¿no? ¿Cuántos añitos tienes?
Mario alzó su mano derecha, escondiendo el dedo pulgar tras las falanges de los otros cuatro dedos, que permanecieron un rato estirados.
- ¡Cuatro años! ¡Pero si estás hecho un mozalbete! ¿Y ya vas a la escuela?
- No, pero ya sé leer –se arrancó Mario algo molesto y con considerable desenvoltura.
La directora se regocijó al escuchar por vez primera aquella vocecilla e irrumpió en una risa aguda y arpegiada, con obvias pretensiones líricas, que podrían evocar, por poner un modelo operístico, las espontáneas carcajadas de la licenciosa Violetta Valéry, la traviata verdiana. Aquella estentórea risotada debió divertir bastante al muchacho, puesto que fueron muchísimas las veces que la volvió a rememorar durante los años venideros. Mario Sócrates, casi medio siglo después, tumbado boca arriba sobre la cama, trataría de imitarla.
Aquella primera visita a la biblioteca fue inolvidable. Como Virgilio a Dante, doña Minerva guió a Mario a través de las más profundas entrañas de aquel edificio. Visitaron la hemeroteca, donde pudieron contemplar periódicos centenarios; el depósito, que albergaba manuscritos únicos; el archivo, los registros, los talleres de encuadernación y restauración, donde había dos obreros que trabajaban con tal habilidad y maestría que deslumbraron al pequeño. A ratos, doña Minerva se dirigía a don Alejandro, de cuya conversación se desgajaban palabras confusas a los oídos de Mario: allí escuchó el chico por primera vez palabras como códice, crestomatía o incunable, y, aunque no llegaba a tener conciencia de lo que podían significar tales términos, se obstinó en memorizarlos. Cuando por fin se despidieron, doña Minerva chantajeó a Mario ofreciéndole un libro de regalo a cambio de un beso. El niño agarró el libro con descaro y lo apretó en su regazo antes de ofrecerse a besar a la directora, acción que, aunque incomodó algo a don Alejandro, terminó de enternecer a la sexagenaria solterona.

(Continuará...)

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