martes, 7 de diciembre de 2010

El manuscrito deshabitado

El manuscrito deshabitado es una novelita corta que escribí en la primavera del año 2009. Está dotada de un carácter marcadamente metaliterario, pues hace una reflexión en tono de humor sobre el proceso mismo de la escritura, de la propia creación narrativa. A continuación reproduzco las primeras páginas del texto. El libro completo puede conseguirse en www.lulu.com, en versión papel, por 13,93€, y en formato PDF, al precio de 6,25€.
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Carbajosa de la Sagrada, 26 de abril de 1994.

Estimado señor Tordesillas:

Lo primero de todo debe ser presentarle a usted mis más sinceras disculpas por la tardanza en contestarle, lo cual no ha sido por desidia, antes al contrario: como he considerado que los delicados sucesos de los que usted me pide detalles merecen ser abordados con cierta escrupulosidad, me he permitido redactarlos de mi puño y letra, agrupándolos en el cartapacio que le adjunto, en el que vienen relatados con rigor. Le ruego que disculpe los defectos que mi modesto escrito pueda presentar (que no serán pocos, a buen seguro) y sepa que ha sido elaborado con la única ambición de que pueda servirle de borrador, para que su pluma, con la inefable maestría que la caracteriza, sea capaz de tejer un brillante relato.

Expresándole mi más profundo respeto y admiración por su trabajo, reciba un cordial saludo de este su seguro servidor.

Afectuosamente:


Alfonso Mena Urrutia

P.D.: Encontrará intercalados entre las páginas algunos recortes del periódico local, haciendo referencia al asunto.
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Laboratorio era un mundo rectangular, de techo alto, altísimo. Las paredes, siquiera sin enjalbegar, mostraban, impúdicas, su rojiza desnudez de adobe. El suelo, de baldosas desconchadas y cariadas por el efecto de la humedad, revelaba aún sus antiguos tonos claros, si bien bastante renegridos o enmohecidos por una especie de pátina verdosa. Desde el techo, como un arácnido por su tela, se descolgaba el sol, que estaba encerrado en una polvorienta bombilla adornada con una caperuza de papel de seda. La luz incidía de plano sobre una mesa, la mesa de los chirimbolos, que decía Pablo, cuyo tablero, por mera observación, no se podría asegurar que en realidad existiera si no fuese por la evidente razón de que aquella ingente cantidad de objetos y herramientas tenía que descansar sobre algo. Allí, las tuercas, los destornilladores, las llaves inglesas, los pequeños estuches repletos de fusibles, de transistores o de resistencias, los soldadores, los rollos de estaño, y una infinidad de raros utensilios con nombres seguramente aún más raros, se revolvían en una caótica nube de brillos metálicos. Por los cajones entreabiertos se asomaban abigarradas marañas de cables de diversos calibres, que se entregaban a las más anárquicas formas, olvidados para siempre del disciplinado rigor helicoidal de su configuración primera. A dos o tres pasos de la mesa se erigía un descomunal y destartalado aparato, que bien habría podido ir de bracete con la improvisación y la chapucería: venía a ser algo así como un armario ropero lleno de diodos, luces y displays, con manecillas que no eran sino mangos de cucharas, y pantallas de cuarzo líquido extraídas de relojes viejos o de algún que otro videojuego de esos de bolsillo, adheridas de cualquier manera al tablero de aquel inmenso artefacto. Destacaba, en su frontis, un pequeño buzón situado en la parte inferior izquierda, un extraño abultamiento en su parte más alta, y un gran hueco cubierto con una larga cortina, a la derecha, que daba al artilugio un cierto aire de fotomatón. Desde su panel dorsal, una gruesa manguera serpenteaba por toda la estancia y venía a conectarse en su extremo al puerto serie de un ordenador que había sobre una pequeña mesa de escritorio, junto a la pared. Podría decirse que ése era el puesto de mandos en el que Pablo pasó las varias semanas que tardó en elaborar todo el entramado informático del experimento.

También pegado a la pared había un pequeño catre, siempre cubierto por un montón de papeles y libros que Pablo no recogía nunca. Muchas veces solía suceder que, estando acostado, se revolvía durante horas molesto por algo que le incomodaba, hasta que se lograba sacar de la espalda algún papel recio y arrugado que tal vez había echado de menos desde hacía varios días. Junto a los pies de la cama había un palanganero a la antigua usanza, con una jofaina blanca y un espejo, y un poco más allá, sobre una gran peana de cerámica, un macetón negro sobre el que se erguía, colosal, un gladiolo de dimensiones extraordinarias. La planta, si en su juventud creció enhiesta, cuando se encontró con el techo se debió desquiciar, y comenzó a arquearse, para después replegarse hacia el suelo, hasta adoptar por fin su aspecto definitivo -como un gran signo de interrogación-, el cual parecía sumirla en una eterna y pasiva perplejidad.

Laboratorio tenía un satélite llamado Blanca Paloma, que se hacía visible cada dos horas, durante unos tres minutos. No me es posible precisar ningún detalle sobre otras peculiaridades del astro, como su trayectoria exacta, su origen, su masa real o su naturaleza. Lamentablemente, sólo puedo atenerme a los aspectos físicos y puntuales que exhibía en el entorno de Pablo. Blanca Paloma, durante esos tres minutos en que cruzaba Laboratorio, tenía la apariencia de una mujer joven todavía, con el atractivo ajado que los años consienten en los rostros que se supieron bellos, angulosa en las facciones, corpulenta, los ojos vivos, la tez morena, el porte digno, aunque a menudo éste se dejara intimidar por un perpetuo malhumor que se solía traducir en frecuentes exabruptos y actitudes prosaicas que rayaban en la mera grosería. Vestía de blanco desde la diadema a los zapatos, que en realidad eran unos zuecos; una blusa, una falda sencilla, unas medias y una bata, rivalizaban a muerte en blancura sobre su cuerpo. Desde su garganta solía desatarse un timbre pantagruélico sólo comparable a la sirena de un petrolero, para articularse en frases tan tremendas como ésta: “¡Mala carretilla me corra, er carvario que tengo yo con este tío mierdoso!”. Luego, mascullando otros disparates, limpiaba un poco el polvo, recogía los vasos y los platos sucios, y desaparecía.

Blanca Paloma desconocía por completo la empresa de Pablo, dado que él, precavido de sus entradas, siempre procuraba interrumpir lo que estuviera haciendo pocos minutos antes de su aparición, apresurándose a cubrir la gran máquina con una sábana, y esconder todo aquello que pudiera delatarle. Entonces se arrellanaba en la cama y fingía leer algún libro, o si no, se hacía el dormido. Otras veces le daba por hablar en voz alta, canturrear, hacer gimnasia, o simular cualquier carnavalada que en ese momento se le ocurriera. En cierta ocasión, se le fue a Pablo el santo al cielo y no se dio cuenta de que Blanca Paloma estaba al caer, hasta que por fin entró y le vino a sorprender trajinando con un tubo de aluminio entre las manos. Su mente, tan pronto como notó aquella presencia, tuvo el suficiente despejo como para definir en décimas de segundo cuál era su única alternativa: sin dar tiempo a que los ojos de Blanca Paloma le escrutaran, Pablo asestó un tremendo golpe a la bombilla, cuyos cristales se oyeron tintinear por toda la habitación. A fin de disimular, Pablo adobó su interpretación con espeluznantes alaridos, acometiendo al aire con el tubo, dando bandazos a voleo, muchos de los cuales llegaron, incluso, a descargar sobre las costillas de Blanca Paloma que, con su voz aguardentosa, gritaba y maldecía como nunca.

No trajeron mayores consecuencias aquellos sucesos, que se olvidaron pronto. No obstante, continuaron los fingimientos por parte de Pablo para preservar en secreto su trabajo. Los primeros días pudo notarse cierta extrañeza en el gesto de Blanca Paloma al ver el armario cubierto por la sábana, pero lo debió tomar como una majadería más de Pablo, pues nunca llegó a sospechar que aquel sudario ocultaba a sus ojos la profunda metamorfosis que el ropero estaba experimentando.

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