jueves, 26 de noviembre de 2009

El alzheimer del espejo


Cuando alguien muere, la casa donde ha vivido parece enlutecer. Los mismos muebles, antes cálidos y cercanos, se tornan inquietantes y sombríos. Los goznes de las ventanas se entumecen por la falta de ejercicio, la noche se hace eterna en los armarios, y el aire no renovado se corrompe en un sepulcro de noventa metros cuadrados. Las sillas se asalvajan, sin nadie que las monte; el polvo nieva de olvido los platos de la cocina; toda la casa llora, silenciosa, ultrajada... Pero el mayor desapego jamás hallado en el ajuar doméstico se concentra en los desmemoriados espejos, incapaces de recordar por un mínimo instante la figura de su dueño, por tantos años reflejado; tan cómplices y confidentes en el trato, pero tan ajenos y descastados en la ausencia...



EL ESPEJO

Hoy he visto deslizarse una lágrima
por la calle en la que vives, sultana;
iba grande, plateada, vistiendo
los adoquines renegridos
(a menudo confesores de mis plantas)
con el musgo adormecido de los años,
con el polvo implacable que sepulta las esferas.
Y he caminado después por las ruinas de tu casa,
y he visto, roto, en el suelo,
el espejo desgastado tantas veces
por tus curvas, por tus vértices.
¡Ay, copista infiel de tus risas,
de tus llantos y tus sueños!
Con mil brillos diamantinos
el astronómico suelo de tu alcoba
llora conmigo tu muerte, sultana.
Afuera, un gato incierto
maúlla, ajeno al desastre.

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