miércoles, 25 de noviembre de 2009

Muerte y eternidad

La obsesiva idea de la muerte es una presencia permanente en mi poesía, sobre todo en mis primeras composiciones. La desaparición humana, en sí misma, no tendría nada de catastrófico si no se percibiera como el final irremediable de un viaje sin continuidad ni retorno; un carpetazo definitivo a todo lo aprendido desde el minuto uno de nuestra existencia, lo cual lleva a considerar la experiencia vivida como una absurda y mayúscula pérdida de tiempo. Al plantearnos esta abrumadora papeleta, la naturaleza finita de nuestro cuerpo choca frontalmente con las aspiraciones de eternidad de la conciencia. Un terremoto de emociones sacude entonces nuestro interior y la más inexpugnable de las voluntades se cortocircuita, se colapsa en un bucle sin respuestas, se deja envenenar por la más belicosa y amarga de las sensaciones: la angustia.


"Siempre" (de Desiderium)


No es ahora.
No es mañana.
Sólo siempre.
Deja la pesada piedra
que tus huesos se retuercen.
Ven a dormir a mi lecho...
para siempre.
No tengas miedo al silencio,
al sonido de lo inerte.
Ven a acariciar la tierra...
para siempre.
Verás el sol de la noche
cómo penetra en tu frente,
y los helados inviernos
se avergonzarán al verte.
Deja que pose mi mano
entre tus gélidas sienes,
sobre tus ojos amargos,
junto a tu boca sin dientes...
para siempre,
para siempre,
para siempre.



"Llama a la dama que venga" (de Desiderium)


Llama a la dama que venga,
y que ponga la azucena
sobre mi blanca cabeza.
Que mis ojos, malheridos
por los cantos del destino,
se posen en su figura.
Mas si no encuentra el camino
pídele que siga el fino
sendero de la amargura,
y en la vereda, dormido,
me encontrará ensombrecido,
alma de polvo desnuda.
Y si el tiempo me acomete
y las Horas me desgarran
las carnes con sus tridentes,
no pienses que ello me duele,
que más apena la espera
del viento que va y no vuelve.
Cuando estén mis ojos secos
y el corazón desdentado,
cuando ver no pueda el cielo
y muera el sol a mi lado,
llama a la Dama que venga,
y que pose su guadaña
sobre mi blanca cabeza.



El inexorable paso del tiempo es, a veces, el foco temático, reviviendo el universal motivo de la fugacidad de la vida: el tiempo es una apisonadora, sigilosa, lenta, pesada..., y eficaz:




El arcón (de Desiderium)

Tenía mi abuelo un arcón
grande, de noble madera,
en el que guardaba el sol
y el olor a primavera.
En él habitaba la vida,
su ilusión y su esperanza;
arca de plata tupida,
tumba de muerte adornada.
Entre bolas de alcanfor
una flor mojada en llanto
dormía con el arcón.
Y la carcoma, entretanto,
probaba que, a la sazón,
también muere el palosanto.

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