jueves, 31 de diciembre de 2009

La biblioteca de Baskerville (III)

Cuando murió la esposa de don Alejandro, la biblioteca de Baskerville ya llevaba cerca de dos años funcionando. Su inauguración fue realmente uno de los actos más celebrados en la historia del pueblo, ambientado con la masiva asistencia de curiosos de localidades próximas, y divulgado para todo el país por un periódico de la capital, que publicó en su edición del día siguiente un amplio reportaje sobre la celebración. Doña Minerva tampoco quiso perderse la ceremonia, y aunque don Alejandro le pidió que lo acompañara en la tribuna junto a su esposa y las autoridades, ella se negó modesta y cortésmente. En la plaza se instaló un entarimado en el que el alcalde leyó un brillante discurso, y sobre el que don Alejandro fue nombrado hijo predilecto de Baskerville. Asimismo, el alcalde propuso que la biblioteca fuera bautizada, en honor al hombre que la hizo posible, con el nombre de “Biblioteca Alejandro Sócrates”, a lo que la muchedumbre congregada respondió con un largo y acalorado aplauso.
El ladrido de un perro lejano sacó a Mario Sócrates de estos pensamientos. Apartando el libro de su cuerpo, se estiró para alcanzar otro cigarro de la mesilla y lo quiso encender sin incorporarse de la cama con tan mala fortuna que la cabeza del fósforo se desprendió y vino a caerle sobre el pecho desnudo. A causa de la violenta convulsión, el cigarrillo se despeñó desde su boca y fue dando trompicones por las sábanas hasta alcanzar el suelo, por el que rodó un trecho hasta perderse bajo la cómoda. El rabioso dolor hizo que se le humedecieran los ojos. Trató de aliviar su sufrimiento mojándose el dedo con saliva y pasándoselo suavemente sobre la herida. Al rato, cuando el desgarro de aquellos primeros momentos se convirtió en una tenue aunque persistente desazón, Mario Sócrates siguió rememorando.
La biblioteca de Baskerville acababa de cumplir cinco años de vida cuando sucedió la tragedia. Durante una tormenta terrible vino a caer un rayo sobre el generador de gasóleo que abastecía de corriente eléctrica el local, y que estaba situado en un pequeño habitáculo construido a tal efecto sobre el tejado. La explosión de todas las lámparas fue instantánea, y desde el techo se precipitó un reguero de llamas que fue devorando con celeridad un material que, realmente, presentaba poca resistencia: toneladas de papel, madera, plástico… Las vigas no tardaron en irse desplomando y el fuego adquirió en un momento unas inusitadas dimensiones. Esforzadamente, todos los que se encontraban en la biblioteca –que aquella tarde eran más de los habituales ya que muchos de ellos habían entrado por resguardarse de la repentina lluvia- trataban de salir al exterior, aterrorizados, gritando, llamándose por los nombres de pila, con un único pensamiento en sus mentes: salvar la vida, verse afuera, emocionados de saberse a salvo, poder abrazar a los suyos. Don Alejandro, no viendo a su hija entre el grupo de los evacuados, volvió a penetrar en la cortina de fuego dando gritos de desesperación.
- ¡Eulalia, Eulalia! ¿Dónde estás, hija? –gemía don Alejandro cada vez más intimidado por las llamas- ¡hija! ¡Eulalia! ¿Me escuchas? ¡Contéstame! ¡Eulalia…!
Uno de los supervivientes dio la vuelta al edificio y encontró a Eulalia a la intemperie, sentada en un peñasco, aterida de miedo, con un libro de cuentos medio quemado abrazado a su pecho. Se figuró que habría salido por un pequeño boquete que se había hecho en la pared posterior y, sin tiempo que perder, la tomó en brazos y la llevó donde estaba el grupo. Al verlos llegar, el alcalde gritó con todo su pecho a don Alejandro que ya había aparecido su hija, pero tal vez sus palabras fueron ensordecidas por el fuerte viento y el crepitar del fuego, o quizá el pobre hombre las oyera demasiado tarde para encontrar de nuevo la salida.
Mario Sócrates volvió a coger el viejo libro y se quedó mirando la cubierta, renegrida por fuegos antiguos, fuegos que en su recuerdo aún conservaban un peligroso rescoldo. El reloj musical dio las siete de la tarde con las alegres notas de una mazurca. Mario Sócrates sacó el último cigarro de la cajetilla y lo encendió, esta vez con una precaución extremosa.

* * * F I N * * *

lunes, 14 de diciembre de 2009

El debut

En el bellísimo e íntimo marco de la iglesia de Jesús de la capital murciana, el pasado día 13 de diciembre el Orfeón Murciano Fernández Caballero ofreció el primero de sus conciertos de Navidad. Algunos de los orfeonistas aspirantes nos estrenamos por vez primera en la Sección Titular, en un recital que dejó muy buen sabor de boca tanto a intérpretes como a espectadores. El programa fue seguido atentamente por un público que llenaba todos los escaños del pequeño templo, si bien, lamentablemente, no se cumplieron las previsiones de asistencia masiva a causa de una tardía difusión de la celebración del evento.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La Biblioteca de Baskerville (II)

Mario Sócrates alargó el brazo y cogió un paquete de tabaco que había sobre la mesilla, sacó un cigarro y lo encendió con una parsimonia casi ritual. El humo azulino ascendía muy lentamente e iba creando sugerentes formas en movimiento, fantásticas siluetas capaces de emprender las más insospechadas evoluciones, aunque, si en un punto tales figuras surgían dotadas de vida, en un brevísimo instante ya sólo eran espejismo, quimera, ensoñación, alarde de prestidigitador (¡ay, efímero fingimiento!), para ser absorbidas de inmediato por un nebuloso corpus caótico que vagaba, inexorable, a ras de techo. Mario Sócrates se enjugó el sudor de la cara con un pañuelo y se dejó embargar de nuevo por los recuerdos.
Por aquellos días, don Alejandro había mantenido contactos con el Ministerio de Cultura y el ayuntamiento de la capital a propósito de la concesión de una subvención para construir una biblioteca en Baskerville. La solicitud tardó largos meses en prosperar, una prolongada espera que sembró de desánimo su espíritu, hasta que un día llegó una carta certificada que traía la buena noticia. Don Alejandro habló con el alcalde y esa misma tarde se leyó un bando en la plaza del pueblo en el que se divulgaba la novedad y se citaba a las fuerzas vivas de Baskerville a una reunión que se celebraría al día siguiente. En dicha asamblea, un convecino propuso que podría remodelarse la herrería abandonada de Matías, cuyo hijo, a la muerte de su padre, emigró al extranjero dejando el viejo casón a disposición de la alcaldía. De este modo, con el ahorro de la construcción del edificio, se podría invertir el grueso del presupuesto en libros. En un nuevo acto popular, los habitantes de Baskerville escucharon esta sugerencia de boca de su alcalde, y la debieron de considerar muy sensata, pues rubricaron su aprobación inmediatamente, con una cerrada ovación.
Los trabajos de acondicionamiento fueron penosos y duraron casi cuatro meses ya que la nave estaba muy desmejorada (algunas paredes estaban derruidas, el piso era de tierra, no había instalación eléctrica, el techo presentaba grietas), aunque para los últimos días del año ya estaba reforzado, enlosado, pintado y con las paredes revestidas de estantes, a falta únicamente de las primeras remesas de libros. Onofre, el carpintero, se encargó personalmente de construir las mesas, con largos tableros de formica blanca. Por su parte, don Alejandro quiso donar todos sus libros, y el pequeño Mario imitó su gesto cediendo su colección de cuentos y el libro que le regaló doña Minerva. Después de algunas visitas a la biblioteca de la capital, para hacerse aconsejar por la experiencia de la directora, don Alejandro confeccionó un inventario con tres mil títulos esenciales. Se formalizó el primer pedido tras una nueva reunión consistorial y, a las dos semanas, el ocho de enero –recordaba certeramente Mario Sócrates cerrando los ojos-, llegó a Baskerville una camioneta cobriza con una docena de grandes cajas de madera. Aquel día, el pueblo sufrió una euforia colectiva; todos querían estar presentes y ayudar en lo que fuera: portear cajas, quitar precintos o distribuir los libros en las estanterías. El alcalde casi les hizo un desplante al dirigirse a ellos con voz autoritaria.
- Señores, aquí no hacen falta más que dos o tres personas. Además ahora queda lo más difícil, que es ordenar y catalogar todo este material, para después ficharlo, con lo que hay tarea para largo. Mi secretario y yo ayudaremos a don Alejandro, así que ya está: gracias por vuestra colaboración –clausuraba el alcalde el acontecimiento, terminando de acomodar el último cajón de libros tras la puerta.
Mario Sócrates se incorporó para apagar el cigarrillo y coger de debajo de la cama un trozo de cartón con el que hacerse aire. Con los primeros bandazos del abanico ocasional, los fantasmas que aún quedaban en la atmósfera de la habitación huyeron despavoridos, como de un exorcismo. El reloj del salón dio las seis de la tarde con una frase campanilleada de “El humo ciega tus ojos” (el aparato tenía una sintonía diferente para cada hora del día), que contribuyó a sumergir a Mario Sócrates en la retrospección.
Fue en aquellas primeras semanas, durante la clasificación de los libros, cuando nació Eulalia, la única hermana de Mario. Fue un parto difícil a raíz del cual, su madre desarrolló una incurable enfermedad degenerativa que la habría de llevar en unos pocos meses a la tumba. No obstante, la mujer la afrontó con resignado estoicismo: daba largos paseos al aire libre, ayudaba a su marido en la administración de la biblioteca, y sobre todo leía; leía para no pensar, para evadirse de la realidad y no hundirse ante su familia, por no acostumbrarles, quizá, a su presencia constante; para hacerles así, en la medida de lo posible, más fácil la separación.
Eulalia mostró enseguida un carácter inquieto y una sublime inteligencia, en lo que llegaba a aventajar a su hermano, según aseguraban las visitas a sus padres entre cuchicheos, por no encelar al chico. Se maravillaba Mario Sócrates, con la mirada extraviada en alguna incierta región del encalado techo, de que su hermana, apenas con tres años (él entonces tenía ocho), dedujera por sí misma y antes que él, el fatal desenlace de su madre. Una noche, durante la cena, Eulalia, que hasta entonces sólo había proferido palabras sueltas, articuló portentosamente su primer enunciado sintácticamente completo.
- Pa…, papá… -llamaba la atención de su padre, para espetarle a boca de jarro- ¿es que se va a morir la mamá?
A don Alejandro se le heló la sangre y durante un rato no acertó a reaccionar. Como no juzgó oportuno denegar así como tampoco asentir con terrible rotundidad, y pensando que su hija habría llegado a semejante conclusión al observar el apartamiento deseado y la entrega de su madre a la lectura, se inventó una historia tártara que, como todas las eufemísticas explicaciones de los padres a sus hijos pequeños, sólo sirvió para desorientar aún más a la niña.
- La mamá tiene que leer mucho para hacerse sabia, porque pronto tendrá que irse a hacer un examen, que es una cosa en la que te hacen preguntas difíciles.
- ¿Y tu eres sabio, papá? –dijo la niña con una elocución impresionante.
- Yo tengo que hacerme sabio, porque un día me vendrán a preguntar a mí también- repuso el padre.
- ¿Y qué te preguntan? –volvió a demandar Eulalia, insaciable en su curiosidad.
- Eso no se sabe –contestó el padre sin pararse a evaluar el inesperado desparpajo lingüístico de su hija-. Por eso en la vida hay que aprender todo lo que uno pueda, para ser dueño de la luz, que es el saber, y no quedarse en las tinieblas –razonaba mientras se levantaba de la mesa y apagaba la lámpara, dejando la estancia a oscuras-. La experiencia, el conocimiento, es la verdadera luz del hombre –resonaba su voz en la oscuridad-, mientras la ignorancia, y más aún la necedad, es tan mala como ciertos virus que nos hacen sentir sanos hasta que se apoderan por completo de nuestro organismo, manifestándose entonces con toda su fiereza.
Eulalia rompió a llorar y don Alejandro encendió de nuevo la lámpara, sonriendo al darse cuenta del sermón filosófico que había endosado tan prematuramente a su candorosa hija (candorosa, a pesar de sus anticipadas intuiciones sobre la muerte) y, al mismo tiempo, sintiendo orgullo de sí mismo, por haber sido capaz de transformar los nerviosos ambages primeros en toda una teoría positivista de la vida. El día que murió su esposa, unos seis meses después, don Alejandro no supo relacionar el episodio de la espontánea locuacidad de Eulalia con lo que la niña hizo durante el velorio: viendo el trasiego de gente que desfilaba por la casa, Eulalia debió de pensar, con su confuso criterio, que aquél era, efectivamente, el día en que un alguien misterioso iba a inspeccionar el grado de sabiduría de su madre. Rompiendo el grave runrún de los rezos de los parientes y vecinos, la pequeña entró en la habitación, cruzó entre los deudos hecha una cariátide, con un voluminoso libro sobre la cabeza (la Enciclopedia Abreviada Larousse) y, alzándolo con ambos brazos, lo convirtió en un Libro de los Muertos al depositarlo trabajosamente, con un esfuerzo desmesurado para su anatomía, en el féretro aún abierto de su madre, con la faraónica intención de que le sirviera de manual de repaso antes de enfrentarse, cuando despertara, a aquel esotérico examen.


(Continuará...)

Haydn: La Creación (Dueto y Coro).

Natalie Dessay, soprano; Paul Groves, tenor; Laurent Naouri, bajo; con la Ensemble Orchestral de Paris, bajo la dirección de John Nelson. Basílica de Saint-Denis (Francia), 2005.

Requiem de Faure - En el Paraíso.

Conjunto vocal de la Iglesia de la Trinidad, de Oslo (Oslo VokalensembleTrefoldighetskirken), bajo la dirección de Reza Aghamir, en una grabación realizada el 2 de junio de 2007.

martes, 8 de diciembre de 2009

Manolito chiquito

A través de este ENLACE se puede escuchar la pieza "Manolito Chiquito" interpretado por la Coral Universitaria de Málaga. Se trata de un villancico tradicional de Extremadura, cuya armonización ha realizado Julio Domínguez. Investigando un poco por Google, he comprobado que el tal Domínguez es el director de la Camerata Vocal Galega, así como administrador de su estupendo sitio web, http://www.camerata.es/. Especialmente, recomiendo la visita de su foro, pues sus interesantes contenidos, a mi parecer, lo convierten en un compendio informativo a tener en cuenta en el panorama coral español.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Ding, dong... es Navidad...





Grabación del villancico Ding dong Merrily on High, interpretado por la coral del King's College de Cambridge, dirigida por Stephen Cleobury, en su promoción de 1983.

La biblioteca de Baskerville (I)

El implacable sol de agosto caía con toda su fuerza sobre las polvorientas calles de Baskerville, que –al menos durante las soporíferas horas de la siesta-, no revelaban ningún indicio aparente de vida. Únicamente las cigarras, frenéticas carracas que enfatizaban aún más la sensación de calor con su insistente zumbido (creciente a ratos en intensidad y ritmo, enardeciendo así a otros tantos insectos de árboles contiguos), parecían ser los únicos seres a los que el calor no extenuaba. Los habitantes de Baskerville podían adivinarse tumbados casi desnudos sobre las camas, en el interior de sus casas de adobe, todas encaladas; las ventanas, abiertas y guarnecidas con gruesas cortinas; las chirriantes aspas de los vetustos y quejumbrosos ventiladores, girando dificultosamente en torno a un reseco y quizá algo oxidado eje.
Pasado el cementerio, la primera casa que se encontraba a la entrada del pueblo, a mano izquierda del camino terroso, y la única que tenía tejado a dos aguas (las demás presentaban techumbre plana, al estilo árabe), era la de Mario Sócrates. Esta distinción le permitía contar con una estrecha buhardilla en el piso superior donde, aprovechando la mayor ventilación, Mario Sócrates pasaba las noches tumbado de espaldas en el suelo, sobre una vieja estera. Sin embargo, durante las calurosas horas de la tarde, el tremendo calor que despedía el tejado convertía aquel cuartillo en una caldera, y Mario Sócrates no tenía más remedio que quedarse abajo en su dormitorio. Echado en cueros sobre la cama, con un libro en las manos, se entregaba a la lectura hasta la hora en la que el sol, ruborizado por su incipiente debilidad, era obligado a desalojar la cúpula celeste y se perdía, terriblemente avergonzado, tras el horizonte.
Mario Sócrates había adquirido el hábito de la lectura se diría que muy prematuramente, en su más corta infancia. Alguna vez, cuando vino al caso, en las reuniones de amigos, había declarado con orgullo que apenas con cuatro años ya sabía leer con soltura, por lo que de niño nunca sintió el deseo de que le contaran cuentos, sino que prefirió leerlos por sí mismo. Citaba, entre sus primeras lecturas, cierta colección de fábulas que un tío suyo le regaló a sus padres, con motivo de su nacimiento.
Arrastrado por estos pensamientos, Mario Sócrates acomodó el viejo libro sobre su vientre y relajó instintivamente los ojos en el blanco yeso del techo, como si buscara una tersa pantalla en la que proyectar sus recuerdos. Retrocedió cuarenta años y recordó la primera vez que su padre lo llevó a la biblioteca de la capital: centenares de cabecitas, distribuidas en hileras paralelas, ligeramente inclinadas sobre los pupitres, algunas apuntaladas por los brazos en obvia posición de estudio, se alineaban con miliciana rectitud. Mario se quedó maravillado ante la solemnidad de aquella catedral de la cultura, viendo la devoción con que los fieles comulgaban con el saber, el cual se hallaba contenido, como un misterio sacro, en aquellas cuartillas cosidas y encuadernadas. Ese día Mario se ejercitó en todos los mecanismos del funcionamiento de una biblioteca: aprendió a consultar los ficheros, a interpretar las signaturas, o a rellenar las fichas de préstamo. El padre, contemplando el entusiasmo de su vástago, quiso terminar de abrumarlo.
- He hablado con la directora de aquí –dijo el padre- y me ha dicho que quiere conocerte, Marito-. Mario sintió un ligero sofoco en el rostro mientras sus trémulos ojillos trataban de indagar en la contenida sonrisa de su progenitor. –Dijo que esta mañana, si tu querías, te enseñaría muchas cosas de la biblioteca. ¿Vamos a visitarla?- inquirió el padre.
El chico se estremeció de pura emoción y, asintiendo con la cabeza, aprobó la propuesta. Después de atravesar un largo corredor, llegaron ante una regia puerta de caoba con una placa dorada en la que se leía: “Doña Minerva Galindo Escobar. Directora”. Llamaron a la puerta y una cálida voz sonó, algo velada por el grueso portón, desde el interior.
- Adelante, pase.
- ¿Da su permiso, doña Minerva? –solicitó el padre de Mario abriendo la puerta, con el sombrero en la mano.
- ¡Don Alejandro! Pero, ¿a quién me trae usted por aquí? –celebraba doña Minerva la presencia de Mario, con amorosos agasajos- Hola, guapo. ¡Qué ojazos que tienes! ¡Ay! Si está para comérselo... –decía con improvisadas e inquietantes modulaciones de la voz- ¿Cómo te llamas, precioso?
Mario, mirándose los zapatos, pronunció su nombre con un hilillo de voz gutural apenas inteligible y sin despegar los labios.
- Se llama Mario –tradujo don Alejandro.
- ¿Es que tienes vergüenza, pillín? ¿eh? Ya eres mayor para eso, ¿no? ¿Cuántos añitos tienes?
Mario alzó su mano derecha, escondiendo el dedo pulgar tras las falanges de los otros cuatro dedos, que permanecieron un rato estirados.
- ¡Cuatro años! ¡Pero si estás hecho un mozalbete! ¿Y ya vas a la escuela?
- No, pero ya sé leer –se arrancó Mario algo molesto y con considerable desenvoltura.
La directora se regocijó al escuchar por vez primera aquella vocecilla e irrumpió en una risa aguda y arpegiada, con obvias pretensiones líricas, que podrían evocar, por poner un modelo operístico, las espontáneas carcajadas de la licenciosa Violetta Valéry, la traviata verdiana. Aquella estentórea risotada debió divertir bastante al muchacho, puesto que fueron muchísimas las veces que la volvió a rememorar durante los años venideros. Mario Sócrates, casi medio siglo después, tumbado boca arriba sobre la cama, trataría de imitarla.
Aquella primera visita a la biblioteca fue inolvidable. Como Virgilio a Dante, doña Minerva guió a Mario a través de las más profundas entrañas de aquel edificio. Visitaron la hemeroteca, donde pudieron contemplar periódicos centenarios; el depósito, que albergaba manuscritos únicos; el archivo, los registros, los talleres de encuadernación y restauración, donde había dos obreros que trabajaban con tal habilidad y maestría que deslumbraron al pequeño. A ratos, doña Minerva se dirigía a don Alejandro, de cuya conversación se desgajaban palabras confusas a los oídos de Mario: allí escuchó el chico por primera vez palabras como códice, crestomatía o incunable, y, aunque no llegaba a tener conciencia de lo que podían significar tales términos, se obstinó en memorizarlos. Cuando por fin se despidieron, doña Minerva chantajeó a Mario ofreciéndole un libro de regalo a cambio de un beso. El niño agarró el libro con descaro y lo apretó en su regazo antes de ofrecerse a besar a la directora, acción que, aunque incomodó algo a don Alejandro, terminó de enternecer a la sexagenaria solterona.

(Continuará...)

¡Gaudete, gaudete, Christus est natus!

martes, 1 de diciembre de 2009

Paso a nivel


Aquella noche en la que, galante, le cedí el paso, nuestras miradas se cruzaron durante tres décimas de segundo, quizás cuatro. En tan brevísimo lapso es imposible apreciar el movimiento, pero a mí aquella hermosa desconocida se me figuró inmóvil, ensimismada, olvidada del mundo. En la oscuridad de la noche, la vertiginosa sucesión de ventanas iluminadas que desfilaba ante mí, impresionando mis retinas con escenas de viajeros, había ido tejiendo rutinariamente un cortometraje tedioso de gente anónima y gris, hasta que de repente llegó aquél último fotograma luminoso en el que aparecía ella, radiante y bellísima, como una antigua estrella hollywoodiense. La improvisada película acabó abruptamente, sin preámbulos, sin ningún the end ni fanfarrias orquestales, sin títulos de crédito que me revelasen el nombre de mi recién descubierta musa; sin más banda sonora que el sonido de un tren alejándose en la noche oscura, y la estridente sinfonía de pitidos de claxon de los coches que aguardaban detrás de mi a que volviera a la realidad y me decidiera a reanudar la marcha. Desde entonces, cada vez que las barreras me detienen en medio de la noche en un paso a nivel, me preparo con cierto nerviosismo para visionar un nuevo estreno universal de aquel corto, por si volviera a verla en aquella postrera ventana del furgón de cola de un tren irrepetible.


INSTANTE

Yo te busqué en el mar, por si cautiva
te hallabas de corales telarañas;
inspeccioné la tierra y sus entrañas
sin encontrar tu forma fugitiva.
Después busqué en la llama destructiva,
por el desierto yermo, en las montañas;
en las piedras y el aire mis hazañas
pude escribir con sangre, con saliva.
Hoy reviví tu imagen un momento,
como espejismo turbio de aquel día:
El tren pasó, y en un departamento
te descubrí de pie, inmóvil, fría,
musa de un fotograma ceniciento,
y en ese mismo punto te perdía.