
El ladrido de un perro lejano sacó a Mario Sócrates de estos pensamientos. Apartando el libro de su cuerpo, se estiró para alcanzar otro cigarro de la mesilla y lo quiso encender sin incorporarse de la cama con tan mala fortuna que la cabeza del fósforo se desprendió y vino a caerle sobre el pecho desnudo. A causa de la violenta convulsión, el cigarrillo se despeñó desde su boca y fue dando trompicones por las sábanas hasta alcanzar el suelo, por el que rodó un trecho hasta perderse bajo la cómoda. El rabioso dolor hizo que se le humedecieran los ojos. Trató de aliviar su sufrimiento mojándose el dedo con saliva y pasándoselo suavemente sobre la herida. Al rato, cuando el desgarro de aquellos primeros momentos se convirtió en una tenue aunque persistente desazón, Mario Sócrates siguió rememorando.
La biblioteca de Baskerville acababa de cumplir cinco años de vida cuando sucedió la tragedia. Durante una tormenta terrible vino a caer un rayo sobre el generador de gasóleo que abastecía de corriente eléctrica el local, y que estaba situado en un pequeño habitáculo construido a tal efecto sobre el tejado. La explosión de todas las lámparas fue instantánea, y desde el techo se precipitó un reguero de llamas que fue devorando con celeridad un material que, realmente, presentaba poca resistencia: toneladas de papel, madera, plástico… Las vigas no tardaron en irse desplomando y el fuego adquirió en un momento unas inusitadas dimensiones. Esforzadamente, todos los que se encontraban en la biblioteca –que aquella tarde eran más de los habituales ya que muchos de ellos habían entrado por resguardarse de la repentina lluvia- trataban de salir al exterior, aterrorizados, gritando, llamándose por los nombres de pila, con un único pensamiento en sus mentes: salvar la vida, verse afuera, emocionados de saberse a salvo, poder abrazar a los suyos. Don Alejandro, no viendo a su hija entre el grupo de los evacuados, volvió a penetrar en la cortina de fuego dando gritos de desesperación.
- ¡Eulalia, Eulalia! ¿Dónde estás, hija? –gemía don Alejandro cada vez más intimidado por las llamas- ¡hija! ¡Eulalia! ¿Me escuchas? ¡Contéstame! ¡Eulalia…!
Uno de los supervivientes dio la vuelta al edificio y encontró a Eulalia a la intemperie, sentada en un peñasco, aterida de miedo, con un libro de cuentos medio quemado abrazado a su pecho. Se figuró que habría salido por un pequeño boquete que se había hecho en la pared posterior y, sin tiempo que perder, la tomó en brazos y la llevó donde estaba el grupo. Al verlos llegar, el alcalde gritó con todo su pecho a don Alejandro que ya había

Mario Sócrates volvió a coger el viejo libro y se quedó mirando la cubierta, renegrida por fuegos antiguos, fuegos que en su recuerdo aún conservaban un peligroso rescoldo. El reloj musical dio las siete de la tarde con las alegres notas de una mazurca. Mario Sócrates sacó el último cigarro de la cajetilla y lo encendió, esta vez con una precaución extremosa.
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