Mario Sócrates alargó el brazo y cogió un paquete de tabaco que había sobre la mesilla, sacó un cigarro y lo encendió con una parsimonia casi ritual. El humo azulino ascendía muy lentamente e iba creando sugerentes formas en movimiento, fantásticas siluetas capaces de emprender las más insospechadas evoluciones, aunque, si en un punto tales figuras surgían dotadas de vida, en un brevísimo instante ya sólo eran espejismo, quimera, ensoñación, alarde de prestidigitador (¡ay, efímero fingimiento!), para ser absorbidas de inmediato por un nebuloso corpus caótico que vagaba, inexorable, a ras de techo. Mario Sócrates se enjugó el sudor de la cara con un pañuelo y se dejó embargar de nuevo por los recuerdos.
Por aquellos días, don Alejandro había mantenido contactos con el Ministerio de Cultura y el ayuntamiento de la capital a propósito de la concesión de una subvención para construir una biblioteca en Baskerville. La solicitud tardó largos meses en prosperar, una prolongada espera que sembró de desánimo su espíritu, hasta que un día llegó una carta certificada que traía la buena noticia. Don Alejandro habló con el alcalde y esa misma tarde se leyó un bando en la plaza del pueblo en el que se divulgaba la novedad y se citaba a las fuerzas vivas de Baskerville a una reunión que se celebraría al día siguiente. En dicha asamblea, un convecino propuso que podría remodelarse la herrería abandonada de Matías, cuyo hijo, a la muerte de su padre, emigró al extranjero dejando el viejo casón a disposición de la alcaldía. De este modo, con el ahorro de la construcción del edificio, se podría invertir el grueso del presupuesto en libros. En un nuevo acto popular, los habitantes de Baskerville escucharon esta sugerencia de boca de su alcalde, y la debieron de considerar muy sensata, pues rubricaron su aprobación inmediatamente, con una cerrada ovación.
Los trabajos de acondicionamiento fueron penosos y duraron casi cuatro meses ya que la nave estaba muy desmejorada (algunas paredes estaban derruidas, el piso era de tierra, no había instalación eléctrica, el techo presentaba grietas), aunque para los últimos días del año ya estaba reforzado, enlosado, pintado y con las paredes revestidas de estantes, a falta únicamente de las primeras remesas de libros. Onofre, el carpintero, se encargó personalmente de construir las mesas, con largos tableros de formica blanca. Por su parte, don Alejandro quiso donar todos sus libros, y el pequeño Mario imitó su gesto cediendo su colección de cuentos y el libro que le regaló doña Minerva. Después de algunas visitas a la biblioteca de la capital, para hacerse aconsejar por la experiencia de la directora, don Alejandro confeccionó un inventario con tres mil títulos esenciales. Se formalizó el primer pedido tras una nueva reunión consistorial y, a las dos semanas, el ocho de enero –recordaba certeramente Mario Sócrates cerrando los ojos-, llegó a Baskerville una camioneta cobriza con una docena de grandes cajas de madera. Aquel día, el pueblo sufrió una euforia colectiva; todos querían estar presentes y ayudar en lo que fuera: portear cajas, quitar precintos o distribuir los libros en las estanterías. El alcalde casi les hizo un desplante al dirigirse a ellos con voz autoritaria.
- Señores, aquí no hacen falta más que dos o tres personas. Además ahora queda lo más difícil, que es ordenar y catalogar todo este material, para después ficharlo, con lo que hay tarea para largo. Mi secretario y yo ayudaremos a don Alejandro, así que ya está: gracias por vuestra colaboración –clausuraba el alcalde el acontecimiento, terminando de acomodar el último cajón de libros tras la puerta.
Mario Sócrates se incorporó para apagar el cigarrillo y coger de debajo de la cama un trozo de cartón con el que hacerse aire. Con los primeros bandazos del abanico ocasional, los fantasmas que aún quedaban en la atmósfera de la habitación huyeron despavoridos, como de un exorcismo. El reloj del salón dio las seis de la tarde con una frase campanilleada de “El humo ciega tus ojos” (el aparato tenía una sintonía diferente para cada hora del día), que contribuyó a sumergir a Mario Sócrates en la retrospección.
Fue en aquellas primeras semanas, durante la clasificación de los libros, cuando nació Eulalia, la única hermana de Mario. Fue un parto difícil a raíz del cual, su madre desarrolló una incurable enfermedad degenerativa que la habría de llevar en unos pocos meses a la tumba. No obstante, la mujer la afrontó con resignado estoicismo: daba largos paseos al aire libre, ayudaba a su marido en la administración de la biblioteca, y sobre todo leía; leía para no pensar, para evadirse de la realidad y no hundirse ante su familia, por no acostumbrarles, quizá, a su presencia constante; para hacerles así, en la medida de lo posible, más fácil la separación.
Eulalia mostró enseguida un carácter inquieto y una sublime inteligencia, en lo que llegaba a aventajar a su hermano, según aseguraban las visitas a sus padres entre cuchicheos, por no encelar al chico. Se maravillaba Mario Sócrates, con la mirada extraviada en alguna incierta región del encalado techo, de que su hermana, apenas con tres años (él entonces tenía ocho), dedujera por sí misma y antes que él, el fatal desenlace de su madre. Una noche, durante la cena, Eulalia, que hasta entonces sólo había proferido palabras sueltas, articuló portentosamente su primer enunciado sintácticamente completo.
- Pa…, papá… -llamaba la atención de su padre, para espetarle a boca de jarro- ¿es que se va a morir la mamá?
A don Alejandro se le heló la sangre y durante un rato no acertó a reaccionar. Como no juzgó oportuno denegar así como tampoco asentir con terrible rotundidad, y pensando que su hija habría llegado a semejante conclusión al observar el apartamiento deseado y la entrega de su madre a la lectura, se inventó una historia tártara que, como todas las eufemísticas explicaciones de los padres a sus hijos pequeños, sólo sirvió para desorientar aún más a la niña.
- La mamá tiene que leer mucho para hacerse sabia, porque pronto tendrá que irse a hacer un examen, que es una cosa en la que te hacen preguntas difíciles.
- ¿Y tu eres sabio, papá? –dijo la niña con una elocución impresionante.
- Yo tengo que hacerme sabio, porque un día me vendrán a preguntar a mí también- repuso el padre.
- ¿Y qué te preguntan? –volvió a demandar Eulalia, insaciable en su curiosidad.
- Eso no se sabe –contestó el padre sin pararse a evaluar el inesperado desparpajo lingüístico de su hija-. Por eso en la vida hay que aprender todo lo que uno pueda, para ser dueño de la luz, que es el saber, y no quedarse en las tinieblas –razonaba mientras se levantaba de la mesa y apagaba la lámpara, dejando la estancia a oscuras-. La experiencia, el conocimiento, es la verdadera luz del hombre –resonaba su voz en la oscuridad-, mientras la ignorancia, y más aún la necedad, es tan mala como ciertos virus que nos hacen sentir sanos hasta que se apoderan por completo de nuestro organismo, manifestándose entonces con toda su fiereza.
Eulalia rompió a llorar y don Alejandro encendió de nuevo la lámpara, sonriendo al darse cuenta del sermón filosófico que había endosado tan prematuramente a su candorosa hija (candorosa, a pesar de sus anticipadas intuiciones sobre la muerte) y, al mismo tiempo, sintiendo orgullo de sí mismo, por haber sido capaz de transformar los nerviosos ambages primeros en toda una teoría positivista de la vida. El día que murió su esposa, unos seis meses después, don Alejandro no supo relacionar el episodio de la espontánea locuacidad de Eulalia con lo que la niña hizo durante el velorio: viendo el trasiego de gente que desfilaba por la casa, Eulalia debió de pensar, con su confuso criterio, que aquél era, efectivamente, el día en que un alguien misterioso iba a inspeccionar el grado de sabiduría de su madre. Rompiendo el grave runrún de los rezos de los parientes y vecinos, la pequeña entró en la habitación, cruzó entre los deudos hecha una cariátide, con un voluminoso libro sobre la cabeza (la Enciclopedia Abreviada Larousse) y, alzándolo con ambos brazos, lo convirtió en un Libro de los Muertos al depositarlo trabajosamente, con un esfuerzo desmesurado para su anatomía, en el féretro aún abierto de su madre, con la faraónica intención de que le sirviera de manual de repaso antes de enfrentarse, cuando despertara, a aquel esotérico examen.
Por aquellos días, don Alejandro había mantenido contactos con el Ministerio de Cultura y el ayuntamiento de la capital a propósito de la concesión de una subvención para construir una biblioteca en Baskerville. La solicitud tardó largos meses en prosperar, una prolongada espera que sembró de desánimo su espíritu, hasta que un día llegó una carta certificada que traía la buena noticia. Don Alejandro habló con el alcalde y esa misma tarde se leyó un bando en la plaza del pueblo en el que se divulgaba la novedad y se citaba a las fuerzas vivas de Baskerville a una reunión que se celebraría al día siguiente. En dicha asamblea, un convecino propuso que podría remodelarse la herrería abandonada de Matías, cuyo hijo, a la muerte de su padre, emigró al extranjero dejando el viejo casón a disposición de la alcaldía. De este modo, con el ahorro de la construcción del edificio, se podría invertir el grueso del presupuesto en libros. En un nuevo acto popular, los habitantes de Baskerville escucharon esta sugerencia de boca de su alcalde, y la debieron de considerar muy sensata, pues rubricaron su aprobación inmediatamente, con una cerrada ovación.
Los trabajos de acondicionamiento fueron penosos y duraron casi cuatro meses ya que la nave estaba muy desmejorada (algunas paredes estaban derruidas, el piso era de tierra, no había instalación eléctrica, el techo presentaba grietas), aunque para los últimos días del año ya estaba reforzado, enlosado, pintado y con las paredes revestidas de estantes, a falta únicamente de las primeras remesas de libros. Onofre, el carpintero, se encargó personalmente de construir las mesas, con largos tableros de formica blanca. Por su parte, don Alejandro quiso donar todos sus libros, y el pequeño Mario imitó su gesto cediendo su colección de cuentos y el libro que le regaló doña Minerva. Después de algunas visitas a la biblioteca de la capital, para hacerse aconsejar por la experiencia de la directora, don Alejandro confeccionó un inventario con tres mil títulos esenciales. Se formalizó el primer pedido tras una nueva reunión consistorial y, a las dos semanas, el ocho de enero –recordaba certeramente Mario Sócrates cerrando los ojos-, llegó a Baskerville una camioneta cobriza con una docena de grandes cajas de madera. Aquel día, el pueblo sufrió una euforia colectiva; todos querían estar presentes y ayudar en lo que fuera: portear cajas, quitar precintos o distribuir los libros en las estanterías. El alcalde casi les hizo un desplante al dirigirse a ellos con voz autoritaria.
- Señores, aquí no hacen falta más que dos o tres personas. Además ahora queda lo más difícil, que es ordenar y catalogar todo este material, para después ficharlo, con lo que hay tarea para largo. Mi secretario y yo ayudaremos a don Alejandro, así que ya está: gracias por vuestra colaboración –clausuraba el alcalde el acontecimiento, terminando de acomodar el último cajón de libros tras la puerta.
Mario Sócrates se incorporó para apagar el cigarrillo y coger de debajo de la cama un trozo de cartón con el que hacerse aire. Con los primeros bandazos del abanico ocasional, los fantasmas que aún quedaban en la atmósfera de la habitación huyeron despavoridos, como de un exorcismo. El reloj del salón dio las seis de la tarde con una frase campanilleada de “El humo ciega tus ojos” (el aparato tenía una sintonía diferente para cada hora del día), que contribuyó a sumergir a Mario Sócrates en la retrospección.
Fue en aquellas primeras semanas, durante la clasificación de los libros, cuando nació Eulalia, la única hermana de Mario. Fue un parto difícil a raíz del cual, su madre desarrolló una incurable enfermedad degenerativa que la habría de llevar en unos pocos meses a la tumba. No obstante, la mujer la afrontó con resignado estoicismo: daba largos paseos al aire libre, ayudaba a su marido en la administración de la biblioteca, y sobre todo leía; leía para no pensar, para evadirse de la realidad y no hundirse ante su familia, por no acostumbrarles, quizá, a su presencia constante; para hacerles así, en la medida de lo posible, más fácil la separación.
Eulalia mostró enseguida un carácter inquieto y una sublime inteligencia, en lo que llegaba a aventajar a su hermano, según aseguraban las visitas a sus padres entre cuchicheos, por no encelar al chico. Se maravillaba Mario Sócrates, con la mirada extraviada en alguna incierta región del encalado techo, de que su hermana, apenas con tres años (él entonces tenía ocho), dedujera por sí misma y antes que él, el fatal desenlace de su madre. Una noche, durante la cena, Eulalia, que hasta entonces sólo había proferido palabras sueltas, articuló portentosamente su primer enunciado sintácticamente completo.
- Pa…, papá… -llamaba la atención de su padre, para espetarle a boca de jarro- ¿es que se va a morir la mamá?
A don Alejandro se le heló la sangre y durante un rato no acertó a reaccionar. Como no juzgó oportuno denegar así como tampoco asentir con terrible rotundidad, y pensando que su hija habría llegado a semejante conclusión al observar el apartamiento deseado y la entrega de su madre a la lectura, se inventó una historia tártara que, como todas las eufemísticas explicaciones de los padres a sus hijos pequeños, sólo sirvió para desorientar aún más a la niña.
- La mamá tiene que leer mucho para hacerse sabia, porque pronto tendrá que irse a hacer un examen, que es una cosa en la que te hacen preguntas difíciles.
- ¿Y tu eres sabio, papá? –dijo la niña con una elocución impresionante.
- Yo tengo que hacerme sabio, porque un día me vendrán a preguntar a mí también- repuso el padre.
- ¿Y qué te preguntan? –volvió a demandar Eulalia, insaciable en su curiosidad.
- Eso no se sabe –contestó el padre sin pararse a evaluar el inesperado desparpajo lingüístico de su hija-. Por eso en la vida hay que aprender todo lo que uno pueda, para ser dueño de la luz, que es el saber, y no quedarse en las tinieblas –razonaba mientras se levantaba de la mesa y apagaba la lámpara, dejando la estancia a oscuras-. La experiencia, el conocimiento, es la verdadera luz del hombre –resonaba su voz en la oscuridad-, mientras la ignorancia, y más aún la necedad, es tan mala como ciertos virus que nos hacen sentir sanos hasta que se apoderan por completo de nuestro organismo, manifestándose entonces con toda su fiereza.
Eulalia rompió a llorar y don Alejandro encendió de nuevo la lámpara, sonriendo al darse cuenta del sermón filosófico que había endosado tan prematuramente a su candorosa hija (candorosa, a pesar de sus anticipadas intuiciones sobre la muerte) y, al mismo tiempo, sintiendo orgullo de sí mismo, por haber sido capaz de transformar los nerviosos ambages primeros en toda una teoría positivista de la vida. El día que murió su esposa, unos seis meses después, don Alejandro no supo relacionar el episodio de la espontánea locuacidad de Eulalia con lo que la niña hizo durante el velorio: viendo el trasiego de gente que desfilaba por la casa, Eulalia debió de pensar, con su confuso criterio, que aquél era, efectivamente, el día en que un alguien misterioso iba a inspeccionar el grado de sabiduría de su madre. Rompiendo el grave runrún de los rezos de los parientes y vecinos, la pequeña entró en la habitación, cruzó entre los deudos hecha una cariátide, con un voluminoso libro sobre la cabeza (la Enciclopedia Abreviada Larousse) y, alzándolo con ambos brazos, lo convirtió en un Libro de los Muertos al depositarlo trabajosamente, con un esfuerzo desmesurado para su anatomía, en el féretro aún abierto de su madre, con la faraónica intención de que le sirviera de manual de repaso antes de enfrentarse, cuando despertara, a aquel esotérico examen.
(Continuará...)
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